jueves, 26 de febrero de 2009

Sobre el uso maniqueo del término cambio ¿Ya nadie lo para?

MUCHO HEMOS escuchado en los últimos tiempos y bastante se ha escrito y hablado acerca del supuesto cambio acelerado de nuestras sociedades. Bástenos con echar una mirada a los periódicos, a los documentos oficiales de los gobiernos o atender al discurso diario de los gobernantes, de los representantes de los partidos políticos o de las organizaciones gubernamentales y no gubernamentales, por mencionar sólo algunos, para dar cuenta de ello. Recordemos, por ejemplo, la tan afamada frase del expresidente mexicano, Vicente Fox, cuando anunciaba (¿o amenazaba?) que “el cambio en México ya nadie lo para”.
Por añadidura, su gobierno era conocido como del cambio. Palabras como esa, son utilizadas sin aclaración alguna sobre su significado y sentido; se dan por sentadas, tácitamente comprendidas y asimiladas, incluso, asumidas en nuestra vida cotidiana. Otras palabras o términos que engrosan este inventario son: democracia, izquierda, derecha, justicia, libertad, Estado de derecho, tolerancia, equidad, valores, combate a la corrupción y a la pobreza, calidad, pueblo, cambio de régimen, globalización, derechos humanos; y así podríamos añadir aquí una buena cantidad de estos motes.
Nos alertan que nuestra sociedad cambia vertiginosa, aceleradamente, y que todos los ciudadanos del mundo debemos estar preparados para estos trotes. El que no esté aguzado y dispuesto a aceptar, soportar, tolerar o someterse a este cambio, entonces, debe entenderse, quedará al margen del progreso y de los avances o de los beneficios que éste ofrece, o, en el extremo, es un agente que lo obstaculiza. Pero, ¿cómo y qué debemos entender de este discurso oficial del cambio, cuando se nos dice, se nos machaca, que estamos cambiando y en los hechos vemos y vivimos lo mismo? Tenemos que hay un uso dual, ambivalente de los términos. Se nos advierte una cosa y en la realidad ocurre lo mismo, las mismas prácticas en nuestro quehacer cotidiano: en lo político, lo económico, lo jurídico, lo educativo; y hasta se antoja decir que cada día estamos cayendo en el desánimo y la apatía, precisamente ante esa falta de cumplimiento de promesas del tan mentado cambio. Vivimos, pareciera, en un estado o procesos de regresión social, muy contrarios a lo esperado, a partir de ese modo tácito de entender el cambio. Sólo hay una utilización maniquea de los términos.
El maniqueísmo, derivado de la religión esencialmente dualista, fundada por un persa aristócrata llamado Mani o Manes, nacido en Babilonia (216-275 d.C.) y que llegó a rivalizar con la patrística cristiana, se entiende actualmente en contextos polémicos, y en materias sobre todo humanistas, como la tendencia a dividir, de forma simplista y sin fundamento, opiniones, actitudes y personas en buenas y malas, sin atenerse a la prudencia de tener en cuenta los matices que la realidad exige. De esa forma, el discurso sobre el cambio es utilizado para justificar las deficiencias y los vacíos que deja el mal funcionamiento de las instituciones (reales o imaginarias) de la sociedad.
Con ese pretexto del cambio, el neoliberalismo actual justifica diferentes barbaridades: desde lo sucedido a raíz de las Torres Gemelas en Nueva York hasta la invasión a Irak y la lucha antiterrorista de Bush con su nuevo macartismo planetario (los que no estén con él, son terroristas); ahora nos arremeten con el alza de precios de los productos básicos, que seguramente es un ardid perverso de los grandes productores mundiales para establecer alguna política arancelaria de importación o exportación. También, del mismo modo se utiliza el tan llamado calentamiento global y la supuesta imposición de la conciencia ecológica, cuando los verdaderos responsables, dueños de las grandes industrias sólo se preocupan por sus ganancias.
Millones de dólares se gastan en recursos financieros para el combate a los monstruos del hambre, la corrupción, la delincuencia organizada, el desempleo; mientras que la inversión en los recursos humanos, en su educación, en su instrucción, en su cultivo, con lo que verdaderamente se podría revertir a esos monstruos, es miserablemente ínfima. Hegel escribía que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Marx agregaba: una vez como tragedia y la otra como farsa. Caben las interrogantes: ¿No estaremos ante algo parecido, con esto del cambio? ¿O, como en El gatopardo: “Algo debe cambiar, para que todo siga igual”? Esperemos que no, por el bien de toda la humanidad.
Norberto Zúñiga Mendoza

martes, 3 de febrero de 2009

LO QUE NOS QUEDA

En ésas pláticas sostenidas por un servidor con mi compañero de trabajo en la DGEST, el ínclito profesor Margarito Felipe (en la foto con su bolsa de herramientas metodológicas, junto a un servidor), en donde deliberamos acerca de cómo arreglar este mundo, en más de una ocasión nos hemos referido al problema del acto ético y sus implicaciones actuales.

Lo anterior está relacionado con la condición de crisis permanente en que hemos vivido, por lo menos, los últimos 25 años en la economía internacional y por supuesto, con sus repercusiones a la mexicana: Constantes devaluaciones monetarias, alzas de precios, rescates financieros, caídas del empleo, pérdidas del poder adquisitivo, rescates a proyectos fallidos estatales y particulares, pactos de solidaridad, alianzas y reformas de cualquier índole, entre otros.

Tal condición nos ha sumido socialmente y –psicológicamente– en un persistente escenario de incertidumbre en todos los ámbitos de nuestras vidas. El no tener seguridad plena sobre lo que ocurrirá mañana y como podrá ser enfrentado y cómo subsistirlo provoca un especial interés sobre el obtener el mayor provecho potencial de cualquier situación en el presente; el tener, el poseer ahora la mayor cantidad de bienes materiales posibles sin importar el cómo, el medio o por la vía más fácil, pronta, instantánea, mediante el engaño, el timo, la mentira, se ha vuelto un lugar y caso comunes en nuestras sociedades contemporáneas.

Esto se da no sólo a través de lo que jurídicamente entendemos como enriquecimiento ilícito: el robo, el asalto, el fraude, la estafa, etcétera. También ocurre, desde mi perspectiva, por vías supuestamente legales. Por ejemplo, cuando se acude a algún profesional, sea médico, arquitecto, dentista, abogado, contador (espero no herir susceptibilidades); donde no somos vistos por éstos como pacientes o consultantes, que acudimos a ellos debido a la honorabilidad de su conocimiento —por eso les retribuimos con honorarios, ya que desde la Edad Media, al igual que el sacerdocio, son actividades consideradas honorables. Se profesa honradez, virtud, honestidad, al igual que la fe, sobre Dios y lo humano, y de ahí lo de profesión y lo de profesional— y por ello, debemos resueltamente creer en ellos. Por desgracia esta creencia es constantemente defraudada. Y aquí asumo la responsabilidad que nos toque al gremio de historiadores por seguir promoviendo mentiras disfrazadas de verdades. La puntitis académica es como aquella ave rebelde imposible de domesticar de la ópera Carmen. Es posible que por amor, se sea capaz de cualquier cosa.

Pero, por desgracia, también ocurre lo mismo con el mecánico, el zapatero, el plomero, el del gas, el carpintero, con ciertos servidores públicos, por mencionar algunos, con el debido respeto que merecen y salvo honrosas excepciones, que supongo deben existir. De pronto da la impresión de que nos han vuelto una sociedad de miserables, en donde nadie puede realizar un acto mínimo sin recibir necesariamente algo a cambio: “para el chesco” o “cualquier moneda que no afecte su bolsillo”. Quién de nosotros acude con plena confianza a alguno de ellos, sea profesional, oficiante o burócrata.

Ante esto, lo que nos queda, es que al menos los profesionales de la educación seamos más conscientes del acto ético que implica nuestra actividad: la búsqueda de la verdad y la promoción de los valores universales que mejoren, perfeccionen y estimulen el entendimiento y el espíritu humanos y no intentemos burlar, engañar y defraudar a la sociedad con la honorabilidad que implica el conocimiento.

Norberto Zúñiga Mendoza