sábado, 17 de enero de 2009

“ESOS DE ROJO…”




En las jornadas de actualización de los equipos técnicos llevadas a cabo al final del año pasado a cargo de la DGEST, en la mesa de trabajo de mi equipo, una de las maestras participantes sostenía el número de noviembre de esta Voz de la Unidad. Le pregunté que si ya lo había leído, a lo que respondió que no. Otra de las asistentes a su lado, le recomendó realizar la lectura. Pero, antes de comenzar a revisar el ejemplar, sin más se dirigió a mí con una única frase, pronunciada en voz baja y en tono algo misterioso: “Esto es rojo”. No obstante la vacilación y por la insistencia de su vecina, la leyó someramente y al parecer su reacción no fue totalmente de desagrado. Hasta aquí la anécdota.

Con la frase: “esto es rojo”, no sé que quiso decir exactamente la maestra, y sobre todo por la forma tan reservada en que lo hizo, pero, quiero suponer que se refería a algo así como “revoltoso”, “rijoso”, “inconforme”, “contencioso” “izquierdoso”, incluso “comunistoide” y bueno, todos los “osos”, “ismos” y “oides” que tengan que ver con el sentido en específico de la frase. Pero sólo lo supongo. Y tampoco inquirí acerca de lo que ella misma suponía. Y aquí, asumo todo el error de método de mi parte.

El cómo percibimos la realidad, la interpretamos, la identificamos mediante y a través de los colores y el cómo éstos activan nuestros conocimientos, nuestro vocabulario, nuestra imaginación e incluso nuestros sentimientos, ha ido evolucionando con el tiempo. También a los colores corresponde una historia. El rojo se impuso desde la antigüedad grecorromana ya que remitía a dos elementos omnipresentes en toda su historia: el fuego y la sangre, color al que se confiaban todos los atributos del poder, los de la religión y la guerra. Para los cristianos el rojo fuego es la vida, el Espíritu Santo del Pentecostés, las lenguas de fuego regeneradoras que descienden sobre los Apóstoles; pero es también la muerte, el infierno, las llamas de Satanás que consumen y aniquilan. El rojo sangre es la sangre que Cristo derramó y que purifica y santifica; pero también es la carne mancillada, los crímenes, el pecado y las impurezas de los tabúes bíblicos. El color rojo, como todo el mundo de lo simbólico, posee esas ambivalencias. El rojo está asociado tanto a la transgresión y lo prohibido como al placer y al amor. Después del siglo XIII el rojo estará asociado fuertemente tanto a los poderes del bien como a los del mal, papas y cardenales cambiarán el rojo por el blanco, y en los cuadros, de ese color aparece también representado el maligno, el diablo.

Por supuesto, no podía faltar la niña vestida de rojo, Caperucita Roja, cuya versión más antigua se remonta al año mil y cuya interpretación del cuento es hasta la fecha muy polémica: desde la más práctica como el vestir así a los niños para no perderlos de vista en el bosque, hasta la versión psicoanalítica sobre el encuentro de la niña inexperta con un hombre abusivo en pos de su tierna inocencia (el astuto y malvado lobo). De hecho, hasta entrado el siglo XIX, el color del vestido de las novias era el rojo, como denotación de una mezcla estética entre elegancia e inocencia. En las lenguas eslavas, la palabra rojo, hace alusión a la belleza. La Plaza Roja de Moscú, es roja no por su color, sino por su perfección. Correctamente traducido, es la Plaza Hermosa de Moscú.


Pero el mayor temor al rojo proviene del siglo XVIII. En Francia, no sólo es el color que hace alusión al pecado de la carne, las prostitutas y los faroles rojos con los que se les identifica. También es el color del peligro. Desde octubre de 1789, la Asamblea Constituyente declaró que en caso de tumultos se colocaría una bandera roja en los cruces de las calles para señalar la prohibición de formar grupos y advertir que la fuerza pública podía intervenir. El 17 de julio de 1791, muchos parisinos reunidos en el Campo Marte exigían la destitución de Luis XVI y la proclamación definitiva de la República. Ante la amenaza de motín, el alcalde de París, ordenó izar una gran bandera roja. Los guardias dispararon sin aviso, y mataron a unos 50 manifestantes, los que resultaron “mártires de la revolución”. La bandera teñida con la sangre esos mártires, se convirtió en el emblema del pueblo oprimido y de la revolución en marcha. Posteriormente, la comuna de París de 1848 y los movimientos comunistas retomarán este simbolismo; entonces la Revolución rusa, la china, y los demás simpatizantes de estos movimientos sociales lo harán a lo largo del siglo XX. Supongo, otra vez, que este último sentido atemorizante del color rojo es al que hacía alusión la compañera.

En Voz de la Unidad y este autor nos sentiríamos satisfechos, si lo que aquí se publica sirviera para alentar abiertamente el espíritu analítico, crítico y reflexivo y los valores que promueve nuestro Sistema Educativo Nacional sin temor, misterio y peligro algunos, independientemente de nuestra percepción de los colores. Recomiendo la lectura, para este tema de los colores, del historiador francés Michel Pastoureau, en quien me he basado para la realización de este escrito.


Norberto Zúñiga Mendoza

viernes, 9 de enero de 2009

La globalización: un viejo cuento contemporáneo

La globalización pertenece a esa lista de términos que forman parte de nuestro vocabulario cotidiano y que, como ya mencionábamos en otro lado, tácitamente damos por entendido.
Tal fenómeno, está ligado esencialmente desde los años noventa del siglo XX, a otros tres factores: la llegada de los tecnócratas al poder, el establecimiento del orden neoliberal y la caída del socialismo real, y con esto, el supuesto advenimiento de un único futuro para la humanidad. La cantidad de literatura y de debates que se han producido alrededor de este fenómeno es incalculable, ya sea en su favor o en su contra.
Lo cierto es que, hasta hoy, nadie ha podido demostrar fehacientemente (comenzando por sus propios apologistas), el origen o la fuente de este mito fundacional de la supuesta globalización. Ni los mismos promotores del término están seguros de su uso: “Asombrosamente, tratándose de un término de uso tan extendido como la globalización, al parecer no existe una definición exacta y ampliamente aceptada. De hecho, la variedad de significados que se le atribuye parece ir en aumento, en lugar de disminuir con el paso del tiempo, adquiriendo connotaciones culturales, políticas y de otros tipos además de la económica. Sin embargo, el significado más común o medular de globalización económica, se relaciona con el hecho de que en los últimos años una parte de la actividad económica del mundo que aumenta en forma vertiginosa parece estar teniendo lugar entre personas que viven en países diferentes (en lugar de en el mismo país)”. http://www.bancomundial.org/temas/globalizacion/cuestiones1.htm)
Lo que hoy se trata de enmascarar o presentar bajo esta expresión, por demás pretendidamente novedosa e inédita en nuestras vidas, no es más que aquél proceso iniciado hace ya más de 500 años, con la expansión de la modernidad capitalista, su mercado y con ello, la mundialización de la cultura lo que Marx llamó, el verdadero nacimiento de la historia universal (aunque a algunos no les guste tal autoría intelectual). A partir de este momento, y a través de la ampliación del mercado mundial y de las redes humanas, es que en cada lugar del planeta, se hizo presente a escala planetaria– ya por fuerza o por voluntad, y con todas sus preeminencias, pero también con todas sus injusticias y desigualdades– el moderno sistema-mundo de la economía capitalista. Vemos entonces que, no es para nada, un fenómeno novedoso y mucho menos inédito en nuestras vidas como se nos trata de imponer.
Pero si entonces no negamos esta condición, de globalización, o sea su existencia como un proceso de extensión, de generalización, o hasta de homogeneización de una única y exclusiva manera de entender y construir la cultura mundial contemporánea, entonces, debemos juzgarla más bien por sus efectos, que por sus causas o sus móviles. Ante todo nos queda claro que lo que importa no es el individuo, el sujeto individual, el tal consumidor, aunque ese interés se disfrace bajo su supuesta completa satisfacción en bienes y servicios (“al cliente lo que pida”). En realidad –como ha escrito Adorno–, lo único que incumbe es la ganancia final, sin importar las vías de obtención, que generalmente son por la vía del engaño, del timo: “el que no miente, no vende”, reza un proverbio eslavo.
Y más allá de esa estandarización supuestamente benéfica –a manera de los sellos de calidad y códigos de barras– que trae la globalización, porque también es innegable que ha habido un proceso de acercamiento, conocimiento y comunicación entre los habitantes de este planeta, lo que vemos en los hechos, es la difusión y la propagación, una mundialización de la violencia, de la inseguridad, del terror, de la amenaza del hambre, de la pobreza, de la miseria, de la ignorancia y de la estupidez humanas (disculpen la expresión amables lectores). Lo verdaderamente serio de esto, es que a los ciudadanos del mundo contemporáneo, se pretenda presentárnosla, junto con su sistema de vida, como el único viable, sin dar cabida a ninguna otra opción, que no podamos plantearnos la posibilidad de otro futuro, de otro orden social, que no sea el impuesto por esta ideología de la tal globalización.