miércoles, 12 de agosto de 2009

LOS TEXTOS AQUÍ PUBLICADOS HAN APARECIDO EN EL BOLETÍN "VOZ DE LA UNIDAD" DE LA DELEGACIÓN DEL SNTE DE LA DGEST EN LOS MESES QUE CORRESPONDEN EN ESTE BLOG

viernes, 15 de mayo de 2009

La influencia de la Influenza



“A lo que más le temo, es al miedo”

Michel de Montaigne



Ya había existido la influenza española, luego el SIDA y el ébola en el continente africano, después las vacas locas en el mundo anglo-sajón, luego la gripe aviar en el mundo asiático, también ha habido las influencias de los efectos vodka, tequila, tango y dragón. También tuvimos al chupacabras, los tsunamis, el niño. Pareciera que hubiera modas catastróficas.



Ahora nos tocaba (y lo que nos faltaba, como están las cosas en el mundo) esto de la Influenza porcina: que si era, que si no lo era, que ya no es porcina, que ya es humana. Que si es ataque de bioterrorismo externo, que si es descuido de las autoridades sanitarias locales correspondientes.



Que si es un invento de los medios, que si esto es político, que alguien necesariamente sacará raja de todo esto. Que si los banqueros, que si los malvados gringos o los chinos. Que si hay más muertos, que si hay menos muertos. Que no nos los han presentado, que los esconden. Que ya es pandemia, que la OMS no puede estar equivocada, y con ella los gobiernos de los países y sus jilgueros, los medios de comunicación masiva. La historia del uso y abuso de este tipo de sucesos, nos ha mostrado la manera en que la clase política y financiera sacan tan buena tajada de estos pasteles: llámense epidemias, guerras, crisis monetarias, catástrofes naturales, hambrunas, incluso los imaginarios extraterrestres.



Que si debe traer el tapabocas, que de cuál; que si no importa ahogarse aunque sea con sus propios miasmas, pero no de gripa. Que no debe hacerse bolas la población, que cuántos por metro cuadrado deben convivir como máximo; que no los bese, ni los abrace y a qué distancia debe usted platicar con alguien. Que si las parejas podían dedicarse a la sana actividad del intento de reproducción de la especie humana y no morir en el intento por el contagio. Que si debe comer carne de cerdo, que si no importa, siempre y cuando no haya tenido contacto corporal muy cercano con el animal (un cerdo), o sea, abrazarlo, besarlo o vaya usted a saber que otra malintencionada acción. Que si sigue latente, que si ya hay remedio, vacuna o pócima que la prevenga o cure. Y un largo et-cétera



Mientras estos estira y afloja, dimes y diretes se sucedían; la población estaba que se moría, pero de miedo. Lo más más interesante y curioso para la observación sociológica, es la manera, tan sencilla que se puede inculcar, inducir el miedo, y además la manera, aún más sencilla y tan simple en que las personas caemos en él, por demás, nos entregamos al miedo. Por supuesto que aquí tienen sus papeles protagónicos, la incertidumbre, la superstición, y por qué no decirlo, la ignorancia. Es como en la religión: para los feligreses es más fácil y cómodo escuchar a los ministros, curas y pastores, que sacar sus propias conclusiones y sus juicios a partir de la lectura directa de la sagrada escritura. Lo mismo en este caso, quién rayos se va a poner a enterarse seriamente sobre epidemiología, o de historia de las epidemias, o sobre cómo los sistemas financieros se benefician con esto. Es más fácil y cómodo escuchar los medios autorizados, que ya han seleccionado, filtrado y acomodado (y ocultado también) la información a conveniencia de la situación. Y claro, entregarse redondamente (diría mi abuelo materno) al miedo, al temor, a la zozobra, con algo que evidentemente pone en peligro una supuesta “estabilidad” de nuestras vidas.



Nos entregamos al llamado miedo político, el temor de la gente a que su bienestar colectivo resulte perjudicado; a la intimidación de hombres y mujeres por los gobiernos o algunos grupos de poder, con repercusiones amplias: dicta políticas públicas, lleva nuevos grupos al poder y deja fuera a otros, crea leyes y las deroga. Considerando el miedo político como la base de nuestra vida pública, nos rehusamos a ver las injusticias y las controversias profundas. Nos cegamos ante los conflictos del mundo real que hacen del miedo un instrumento de dominio político, nos negamos las herramientas que mitigarían dichos conflictos y, en última instancia, aseguran que sigamos sometidos por el miedo, y por añadidura, justificamos y alentamos las mismas medidas que provocan nuestro miedo. (Vid Corey Robin. El miedo. Historia de una idea política, México, FCE, 2009). Ya lo mencionaba el estoico Epicteto (50-138 d. C) en su Manual: “Lo que turba a los hombres no son las cosas, sino las opiniones que de ellas se hacen”.


Ahora si bien portaditos y a hacer aquello que nos enseñaron desde el jardín de niños y que debimos hacer siempre como el muñeco Pimpón: lavar nuestra carita y manitas con agua y con jabón.


Norberto Zúñiga Mendoza

viernes, 27 de marzo de 2009

Hordas del Caos: Todos contra Todos



Para Mille Petrozza: Ultra Riot....!!!
WE'LL STILL KREAT
El tema de la violencia, se ha convertido en uno de los rasgos característicos (muy indeseables) de nuestro dizque nivel de civilización en los últimos tiempos. Ésta ha ido permeando en todos los estratos de nuestras sociedades y se ha vuelto, en cualquiera de sus formas (materiales y simbólicas), parte de nuestro mundo de la vida. Da la impresión que nos fuera ya imposible vivir sin esta idea. Se manifiesta de diversos modos: en guerras, secuestros, asaltos, la contaminación ambiental, las crisis económicas y la consiguiente y constante amenaza de la pérdida de nuestros modos de subsistencia, el bombardeo de la propaganda comercial y electoral, los enfrentamientos entre las tribus urbanas y un largo etcétera.




En un artículo publicado por el sociólogo alemán Hans Magnus Henzensbeger y que valdría la pena recordar ahora, hay señalamientos que son, no obstante el tiempo transcurrido desde su aparición, muy actuales. Escribía en “Todos somos la guerra civil” (Nexos, N° 189, septiembre, 1993), y bajo aquél clima de un neoliberalismo triunfante en la Guerra Fría: “En el principio fueron los ideales y la apuesta por la esperanza de un futuro con rostro humano…La historia, sin embargo ha despojado de todos sus afeites los sueños de un mundo mejor. En la nueva carta de la violencia que parece reciclar algunos de los peores impulsos del hombre, las ideas brillan por su ausencia bajo el resplandor helado del apetito por la destrucción…Ahora en lugar de la Guerra Fría, un nuevo orden internacional nace bajo el signo de la guerra civil a finales del siglo XX […] En la actualidad hay en el mundo treinta o cuarenta guerras civiles. Todo parece indicar que en el futuro, esas guerras no disminuirán sino aumentarán en su cantidad” […] “Me temo –anota el autor más adelante- que, más allá de todas las diferencias, existe un denominador común. Por un lado el carácter autista de todos sus protagonistas; por el otro, su incapacidad para distinguir entre destrucción y autodestrucción. En las guerras civiles actuales ha desaparecido casi toda legitimidad. La violencia se ha liberado de cualquier fundamentación ideológica…el odio es suficiente…De este modo cualquier vagón del metro puede convertirse en un Bosnia en miniatura, ya no son necesarios los judíos para un pogrom (la persecución de los judíos en la Rusia Zarista) ni los contrarrevolucionarios para una purga. Ahora basta y sobra si a uno le gusta otro equipo de futbol, si una tienda de legumbres es mejor que la del vecino, si uno se viste de otro modo, habla otro idioma, lleva un turbante en la cabeza o necesita una silla de ruedas. Cualquier diferencia se convierte en un riesgo mortal.” Como vemos, y según lo que comentábamos al inicio, esto que hoy vemos como brotes de violencia (cualquiera que sean sus móviles), se traduce abiertamente, al final de cuentas, en enfrentamientos entre los ciudadanos, entre nosotros; son, aunque nos cueste aceptarlo, verdaderas guerras civiles, enfrentamientos de todos contra todos.


Por cierto y para aquellos que simpatizan con la idea de que el ejército salga a la calle. En días pasados, en la ciudad de Querétaro, al menos 70 elementos del ejército irrumpieron en un restaurante algo elegante bajo la consigna de encontrar en dicho lugar a un líder “Zeta” (Excélsior 5 de marzo de 2009). Los comensales y la encantadora ciudadanía queretana han levantado la voz reclamando justicia ante la violación de sus derechos y privacidad. El principal argumento es que el ejército fue incapaz de distinguir a la gente “buena” de la gente “mala”. Quiero atraer aquí, a propósito del caso, una anécdota medieval a manera de recordatorio: En 1209, el papa Inocencio III proclamó una cruzada contra los heréticos cátaros de Languedoc, en la actual Francia. Los ataques no tardaron en convertirse en una especie de guerra civil entre los que se alineaban a favor o en contra de la causa papal y culminó en una serie de infames masacres, de las cuales la más cruel tuvo lugar en Béziers, donde el legado pontificio ordenó a las fuerzas al mando del mercenario Simón de Montfort, sitiar la ciudad y acabar con los herejes. En la refriega del combate, sus hombres le dijeron a Simón que era difícil distinguir a los cátaros de los cristianos. Entonces ordenó canónicamente: “Matadles a todos, que Dios ya sabrá cuáles son los suyos”.




Que nos sirva de lección y es preciso aprender sobre el verdadero papel de la violencia en la historia de la humanidad y de la insensatez de la guerra, ese “tragiquísimo accidente de la incomprensión de los hombres” (G. Levi, 2005) y sus consecuencias; y no promover o apoyar discursos que en lugar de contrarrestarla, solamente son su apología y nos convierten en verdaderas hordas del caos.




Norberto Zúñiga Mendoza

jueves, 26 de febrero de 2009

Sobre el uso maniqueo del término cambio ¿Ya nadie lo para?

MUCHO HEMOS escuchado en los últimos tiempos y bastante se ha escrito y hablado acerca del supuesto cambio acelerado de nuestras sociedades. Bástenos con echar una mirada a los periódicos, a los documentos oficiales de los gobiernos o atender al discurso diario de los gobernantes, de los representantes de los partidos políticos o de las organizaciones gubernamentales y no gubernamentales, por mencionar sólo algunos, para dar cuenta de ello. Recordemos, por ejemplo, la tan afamada frase del expresidente mexicano, Vicente Fox, cuando anunciaba (¿o amenazaba?) que “el cambio en México ya nadie lo para”.
Por añadidura, su gobierno era conocido como del cambio. Palabras como esa, son utilizadas sin aclaración alguna sobre su significado y sentido; se dan por sentadas, tácitamente comprendidas y asimiladas, incluso, asumidas en nuestra vida cotidiana. Otras palabras o términos que engrosan este inventario son: democracia, izquierda, derecha, justicia, libertad, Estado de derecho, tolerancia, equidad, valores, combate a la corrupción y a la pobreza, calidad, pueblo, cambio de régimen, globalización, derechos humanos; y así podríamos añadir aquí una buena cantidad de estos motes.
Nos alertan que nuestra sociedad cambia vertiginosa, aceleradamente, y que todos los ciudadanos del mundo debemos estar preparados para estos trotes. El que no esté aguzado y dispuesto a aceptar, soportar, tolerar o someterse a este cambio, entonces, debe entenderse, quedará al margen del progreso y de los avances o de los beneficios que éste ofrece, o, en el extremo, es un agente que lo obstaculiza. Pero, ¿cómo y qué debemos entender de este discurso oficial del cambio, cuando se nos dice, se nos machaca, que estamos cambiando y en los hechos vemos y vivimos lo mismo? Tenemos que hay un uso dual, ambivalente de los términos. Se nos advierte una cosa y en la realidad ocurre lo mismo, las mismas prácticas en nuestro quehacer cotidiano: en lo político, lo económico, lo jurídico, lo educativo; y hasta se antoja decir que cada día estamos cayendo en el desánimo y la apatía, precisamente ante esa falta de cumplimiento de promesas del tan mentado cambio. Vivimos, pareciera, en un estado o procesos de regresión social, muy contrarios a lo esperado, a partir de ese modo tácito de entender el cambio. Sólo hay una utilización maniquea de los términos.
El maniqueísmo, derivado de la religión esencialmente dualista, fundada por un persa aristócrata llamado Mani o Manes, nacido en Babilonia (216-275 d.C.) y que llegó a rivalizar con la patrística cristiana, se entiende actualmente en contextos polémicos, y en materias sobre todo humanistas, como la tendencia a dividir, de forma simplista y sin fundamento, opiniones, actitudes y personas en buenas y malas, sin atenerse a la prudencia de tener en cuenta los matices que la realidad exige. De esa forma, el discurso sobre el cambio es utilizado para justificar las deficiencias y los vacíos que deja el mal funcionamiento de las instituciones (reales o imaginarias) de la sociedad.
Con ese pretexto del cambio, el neoliberalismo actual justifica diferentes barbaridades: desde lo sucedido a raíz de las Torres Gemelas en Nueva York hasta la invasión a Irak y la lucha antiterrorista de Bush con su nuevo macartismo planetario (los que no estén con él, son terroristas); ahora nos arremeten con el alza de precios de los productos básicos, que seguramente es un ardid perverso de los grandes productores mundiales para establecer alguna política arancelaria de importación o exportación. También, del mismo modo se utiliza el tan llamado calentamiento global y la supuesta imposición de la conciencia ecológica, cuando los verdaderos responsables, dueños de las grandes industrias sólo se preocupan por sus ganancias.
Millones de dólares se gastan en recursos financieros para el combate a los monstruos del hambre, la corrupción, la delincuencia organizada, el desempleo; mientras que la inversión en los recursos humanos, en su educación, en su instrucción, en su cultivo, con lo que verdaderamente se podría revertir a esos monstruos, es miserablemente ínfima. Hegel escribía que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Marx agregaba: una vez como tragedia y la otra como farsa. Caben las interrogantes: ¿No estaremos ante algo parecido, con esto del cambio? ¿O, como en El gatopardo: “Algo debe cambiar, para que todo siga igual”? Esperemos que no, por el bien de toda la humanidad.
Norberto Zúñiga Mendoza

martes, 3 de febrero de 2009

LO QUE NOS QUEDA

En ésas pláticas sostenidas por un servidor con mi compañero de trabajo en la DGEST, el ínclito profesor Margarito Felipe (en la foto con su bolsa de herramientas metodológicas, junto a un servidor), en donde deliberamos acerca de cómo arreglar este mundo, en más de una ocasión nos hemos referido al problema del acto ético y sus implicaciones actuales.

Lo anterior está relacionado con la condición de crisis permanente en que hemos vivido, por lo menos, los últimos 25 años en la economía internacional y por supuesto, con sus repercusiones a la mexicana: Constantes devaluaciones monetarias, alzas de precios, rescates financieros, caídas del empleo, pérdidas del poder adquisitivo, rescates a proyectos fallidos estatales y particulares, pactos de solidaridad, alianzas y reformas de cualquier índole, entre otros.

Tal condición nos ha sumido socialmente y –psicológicamente– en un persistente escenario de incertidumbre en todos los ámbitos de nuestras vidas. El no tener seguridad plena sobre lo que ocurrirá mañana y como podrá ser enfrentado y cómo subsistirlo provoca un especial interés sobre el obtener el mayor provecho potencial de cualquier situación en el presente; el tener, el poseer ahora la mayor cantidad de bienes materiales posibles sin importar el cómo, el medio o por la vía más fácil, pronta, instantánea, mediante el engaño, el timo, la mentira, se ha vuelto un lugar y caso comunes en nuestras sociedades contemporáneas.

Esto se da no sólo a través de lo que jurídicamente entendemos como enriquecimiento ilícito: el robo, el asalto, el fraude, la estafa, etcétera. También ocurre, desde mi perspectiva, por vías supuestamente legales. Por ejemplo, cuando se acude a algún profesional, sea médico, arquitecto, dentista, abogado, contador (espero no herir susceptibilidades); donde no somos vistos por éstos como pacientes o consultantes, que acudimos a ellos debido a la honorabilidad de su conocimiento —por eso les retribuimos con honorarios, ya que desde la Edad Media, al igual que el sacerdocio, son actividades consideradas honorables. Se profesa honradez, virtud, honestidad, al igual que la fe, sobre Dios y lo humano, y de ahí lo de profesión y lo de profesional— y por ello, debemos resueltamente creer en ellos. Por desgracia esta creencia es constantemente defraudada. Y aquí asumo la responsabilidad que nos toque al gremio de historiadores por seguir promoviendo mentiras disfrazadas de verdades. La puntitis académica es como aquella ave rebelde imposible de domesticar de la ópera Carmen. Es posible que por amor, se sea capaz de cualquier cosa.

Pero, por desgracia, también ocurre lo mismo con el mecánico, el zapatero, el plomero, el del gas, el carpintero, con ciertos servidores públicos, por mencionar algunos, con el debido respeto que merecen y salvo honrosas excepciones, que supongo deben existir. De pronto da la impresión de que nos han vuelto una sociedad de miserables, en donde nadie puede realizar un acto mínimo sin recibir necesariamente algo a cambio: “para el chesco” o “cualquier moneda que no afecte su bolsillo”. Quién de nosotros acude con plena confianza a alguno de ellos, sea profesional, oficiante o burócrata.

Ante esto, lo que nos queda, es que al menos los profesionales de la educación seamos más conscientes del acto ético que implica nuestra actividad: la búsqueda de la verdad y la promoción de los valores universales que mejoren, perfeccionen y estimulen el entendimiento y el espíritu humanos y no intentemos burlar, engañar y defraudar a la sociedad con la honorabilidad que implica el conocimiento.

Norberto Zúñiga Mendoza

sábado, 17 de enero de 2009

“ESOS DE ROJO…”




En las jornadas de actualización de los equipos técnicos llevadas a cabo al final del año pasado a cargo de la DGEST, en la mesa de trabajo de mi equipo, una de las maestras participantes sostenía el número de noviembre de esta Voz de la Unidad. Le pregunté que si ya lo había leído, a lo que respondió que no. Otra de las asistentes a su lado, le recomendó realizar la lectura. Pero, antes de comenzar a revisar el ejemplar, sin más se dirigió a mí con una única frase, pronunciada en voz baja y en tono algo misterioso: “Esto es rojo”. No obstante la vacilación y por la insistencia de su vecina, la leyó someramente y al parecer su reacción no fue totalmente de desagrado. Hasta aquí la anécdota.

Con la frase: “esto es rojo”, no sé que quiso decir exactamente la maestra, y sobre todo por la forma tan reservada en que lo hizo, pero, quiero suponer que se refería a algo así como “revoltoso”, “rijoso”, “inconforme”, “contencioso” “izquierdoso”, incluso “comunistoide” y bueno, todos los “osos”, “ismos” y “oides” que tengan que ver con el sentido en específico de la frase. Pero sólo lo supongo. Y tampoco inquirí acerca de lo que ella misma suponía. Y aquí, asumo todo el error de método de mi parte.

El cómo percibimos la realidad, la interpretamos, la identificamos mediante y a través de los colores y el cómo éstos activan nuestros conocimientos, nuestro vocabulario, nuestra imaginación e incluso nuestros sentimientos, ha ido evolucionando con el tiempo. También a los colores corresponde una historia. El rojo se impuso desde la antigüedad grecorromana ya que remitía a dos elementos omnipresentes en toda su historia: el fuego y la sangre, color al que se confiaban todos los atributos del poder, los de la religión y la guerra. Para los cristianos el rojo fuego es la vida, el Espíritu Santo del Pentecostés, las lenguas de fuego regeneradoras que descienden sobre los Apóstoles; pero es también la muerte, el infierno, las llamas de Satanás que consumen y aniquilan. El rojo sangre es la sangre que Cristo derramó y que purifica y santifica; pero también es la carne mancillada, los crímenes, el pecado y las impurezas de los tabúes bíblicos. El color rojo, como todo el mundo de lo simbólico, posee esas ambivalencias. El rojo está asociado tanto a la transgresión y lo prohibido como al placer y al amor. Después del siglo XIII el rojo estará asociado fuertemente tanto a los poderes del bien como a los del mal, papas y cardenales cambiarán el rojo por el blanco, y en los cuadros, de ese color aparece también representado el maligno, el diablo.

Por supuesto, no podía faltar la niña vestida de rojo, Caperucita Roja, cuya versión más antigua se remonta al año mil y cuya interpretación del cuento es hasta la fecha muy polémica: desde la más práctica como el vestir así a los niños para no perderlos de vista en el bosque, hasta la versión psicoanalítica sobre el encuentro de la niña inexperta con un hombre abusivo en pos de su tierna inocencia (el astuto y malvado lobo). De hecho, hasta entrado el siglo XIX, el color del vestido de las novias era el rojo, como denotación de una mezcla estética entre elegancia e inocencia. En las lenguas eslavas, la palabra rojo, hace alusión a la belleza. La Plaza Roja de Moscú, es roja no por su color, sino por su perfección. Correctamente traducido, es la Plaza Hermosa de Moscú.


Pero el mayor temor al rojo proviene del siglo XVIII. En Francia, no sólo es el color que hace alusión al pecado de la carne, las prostitutas y los faroles rojos con los que se les identifica. También es el color del peligro. Desde octubre de 1789, la Asamblea Constituyente declaró que en caso de tumultos se colocaría una bandera roja en los cruces de las calles para señalar la prohibición de formar grupos y advertir que la fuerza pública podía intervenir. El 17 de julio de 1791, muchos parisinos reunidos en el Campo Marte exigían la destitución de Luis XVI y la proclamación definitiva de la República. Ante la amenaza de motín, el alcalde de París, ordenó izar una gran bandera roja. Los guardias dispararon sin aviso, y mataron a unos 50 manifestantes, los que resultaron “mártires de la revolución”. La bandera teñida con la sangre esos mártires, se convirtió en el emblema del pueblo oprimido y de la revolución en marcha. Posteriormente, la comuna de París de 1848 y los movimientos comunistas retomarán este simbolismo; entonces la Revolución rusa, la china, y los demás simpatizantes de estos movimientos sociales lo harán a lo largo del siglo XX. Supongo, otra vez, que este último sentido atemorizante del color rojo es al que hacía alusión la compañera.

En Voz de la Unidad y este autor nos sentiríamos satisfechos, si lo que aquí se publica sirviera para alentar abiertamente el espíritu analítico, crítico y reflexivo y los valores que promueve nuestro Sistema Educativo Nacional sin temor, misterio y peligro algunos, independientemente de nuestra percepción de los colores. Recomiendo la lectura, para este tema de los colores, del historiador francés Michel Pastoureau, en quien me he basado para la realización de este escrito.


Norberto Zúñiga Mendoza

viernes, 9 de enero de 2009

La globalización: un viejo cuento contemporáneo

La globalización pertenece a esa lista de términos que forman parte de nuestro vocabulario cotidiano y que, como ya mencionábamos en otro lado, tácitamente damos por entendido.
Tal fenómeno, está ligado esencialmente desde los años noventa del siglo XX, a otros tres factores: la llegada de los tecnócratas al poder, el establecimiento del orden neoliberal y la caída del socialismo real, y con esto, el supuesto advenimiento de un único futuro para la humanidad. La cantidad de literatura y de debates que se han producido alrededor de este fenómeno es incalculable, ya sea en su favor o en su contra.
Lo cierto es que, hasta hoy, nadie ha podido demostrar fehacientemente (comenzando por sus propios apologistas), el origen o la fuente de este mito fundacional de la supuesta globalización. Ni los mismos promotores del término están seguros de su uso: “Asombrosamente, tratándose de un término de uso tan extendido como la globalización, al parecer no existe una definición exacta y ampliamente aceptada. De hecho, la variedad de significados que se le atribuye parece ir en aumento, en lugar de disminuir con el paso del tiempo, adquiriendo connotaciones culturales, políticas y de otros tipos además de la económica. Sin embargo, el significado más común o medular de globalización económica, se relaciona con el hecho de que en los últimos años una parte de la actividad económica del mundo que aumenta en forma vertiginosa parece estar teniendo lugar entre personas que viven en países diferentes (en lugar de en el mismo país)”. http://www.bancomundial.org/temas/globalizacion/cuestiones1.htm)
Lo que hoy se trata de enmascarar o presentar bajo esta expresión, por demás pretendidamente novedosa e inédita en nuestras vidas, no es más que aquél proceso iniciado hace ya más de 500 años, con la expansión de la modernidad capitalista, su mercado y con ello, la mundialización de la cultura lo que Marx llamó, el verdadero nacimiento de la historia universal (aunque a algunos no les guste tal autoría intelectual). A partir de este momento, y a través de la ampliación del mercado mundial y de las redes humanas, es que en cada lugar del planeta, se hizo presente a escala planetaria– ya por fuerza o por voluntad, y con todas sus preeminencias, pero también con todas sus injusticias y desigualdades– el moderno sistema-mundo de la economía capitalista. Vemos entonces que, no es para nada, un fenómeno novedoso y mucho menos inédito en nuestras vidas como se nos trata de imponer.
Pero si entonces no negamos esta condición, de globalización, o sea su existencia como un proceso de extensión, de generalización, o hasta de homogeneización de una única y exclusiva manera de entender y construir la cultura mundial contemporánea, entonces, debemos juzgarla más bien por sus efectos, que por sus causas o sus móviles. Ante todo nos queda claro que lo que importa no es el individuo, el sujeto individual, el tal consumidor, aunque ese interés se disfrace bajo su supuesta completa satisfacción en bienes y servicios (“al cliente lo que pida”). En realidad –como ha escrito Adorno–, lo único que incumbe es la ganancia final, sin importar las vías de obtención, que generalmente son por la vía del engaño, del timo: “el que no miente, no vende”, reza un proverbio eslavo.
Y más allá de esa estandarización supuestamente benéfica –a manera de los sellos de calidad y códigos de barras– que trae la globalización, porque también es innegable que ha habido un proceso de acercamiento, conocimiento y comunicación entre los habitantes de este planeta, lo que vemos en los hechos, es la difusión y la propagación, una mundialización de la violencia, de la inseguridad, del terror, de la amenaza del hambre, de la pobreza, de la miseria, de la ignorancia y de la estupidez humanas (disculpen la expresión amables lectores). Lo verdaderamente serio de esto, es que a los ciudadanos del mundo contemporáneo, se pretenda presentárnosla, junto con su sistema de vida, como el único viable, sin dar cabida a ninguna otra opción, que no podamos plantearnos la posibilidad de otro futuro, de otro orden social, que no sea el impuesto por esta ideología de la tal globalización.